Siempre he pensado que probablemente es uno de los mayores desprecios que alguien te puede hacer: que no te vea, aunque estés delante, que no repare en ti, que no advierta tu presencia…, que te ignore. Lo he vivido en propia carne en alguna ocasión, si bien lo he sufrido de verdad viendo como una persona supuestamente muy inteligente y muy reconocida lo hacía con un colega muy estrecho. Y, lo peor de todo, yo mismo lo he practicado en alguna ocasión, quizá en más de una. Y en una ocasión fui ‘zarandeado’ por un niño que con una vocecita angelical me lo restregó directamente.
Sucedió en el año 2002 en la antigua capital Inca, Cuzco, más conocida como la ‘Roma de América’ por la cantidad de monumentos históricos que posee, muchos de ellos construidos a partir del saqueo sometido por los conquistadores españoles a la ciudad inca de Sacsayhuamán, una fortaleza ceremonial a unos 2 kilómetros de Cuzco y a casi 4.000 metros sobre el nivel del mar.
Nos encontrábamos en una de sus calles más características, denominada Hatun Rumiyoc (de la roca mayor), que une la Plaza de Armas con la Plaza de Santa Clara. Característica porque acoge un singular muro -que sostiene al actual Palacio arzobispal, antiguamente Palacio del Inca Roca- construido a partir de algunas piedras –de tamaños colosales- de la histórica ciudad de Sacsayhuamán, entre ellas una roca de doce ángulos milimétricamente encajada en un puzzle que difícilmente lograríamos con la tecnología e ingeniería contemporánea. La construcción de Sacsayhuamán, como la de Ollantaytambo (Valle Sagrado), las líneas de Nazca o la ciudad antigua de Machu Pichu, entre otras, son algunas de las maravillas de la ingeniería inca desarrolladas en la zona entre los siglos XIII y XVI.
La calle Hatun Rumiyoc, lógicamente, es uno de esos destinos obligados en Cuzco y, cómo no, está poblada de niños que ejercen de improvisados guías turísticos recitando de carrerilla la historia y las peculiaridades técnicas del muro inca que sostiene el actual Palacio arzobispal, aportando un punto de ironía punzante a sus explicaciones: “esta pared la construyeron los incas, y esta otra -justo en frente, un edificio de una época posterior, de construcción más convencional-, los incapaces”. Los incapaces, lógicamente, eran los españoles conquistadores. Un síntoma en definitiva de la autoafirmación de la identidad de los peruanos frente a la huella dejada por los conquistadores españoles, Francisco Pizarro y ‘cuadrilla’.
No es fácil imaginar la cantidad de niños que pueden abordarte e invadirte durante el paseo agradable por esta concurrida calle mientras contemplas con asombro cómo pueden encajar aquellas majestuosas rocas de forma tan milimétrica, lo que provoca el habitual hastío y cansancio de quienes pasean por el lugar, que pueden acabar siendo muy descorteses y muy irrespetuosos con los propios niños que reclaman su atención a cambio de una pequeña limosna.
Uno de los niños, con ojos ávidos y mirada de travieso, que no levantaba un palmo del suelo, agarró mi pantalón y tiró de él con toda la fuerza que podía, reclamando mi atención y reprochándome que me hiciera el despistado: “¡No me ignore, señor, por favor, no me ignore!”, me espetó provocando en mí una onda impresión, una bofetada directa, una reprimenda a nuestros ademanes altivos y egoístas, que nos hacía discurrir un palmo por encima del contexto social y humano que nos rodeaba, como si fuéramos seres venidos de otro planeta.
“¡No me ignore, señor, por favor, no me ignore!”… Ufff!!! Enésima lección de un niño a un adulto. Nunca podrá imaginar aquel niño de nombre incierto que su reacción sincera y no premeditada pudiera generar el impacto que generó, que diez años después continúe apareciendo con fuerza cada vez que intuyo que alguien a mi alrededor incurre en un comportamiento similar. Yo aquel día aprendí por boca de un niño que todos nos merecemos un mínimo de respeto y consideración en esta vida…, aunque algunos no se den por aludidos.