Sólo una sonrisa

Captura de pantalla 2013-02-04 a la(s) 21.46.52Era una mañana de domingo, principios de agosto, a inicios de este nuevo milenio,  el calor húmedo llegaba a ser insufrible, claustrofóbico, no te daba ni un instante de tregua, no podías driblarle y buscar un resquicio de aire fresco…, salvo que te encerraras en algún hotel o alguna galería comercial, donde perfectamente podías vivir una sensación radicalmente opuesta y abrazarte a una monumental pulmonía. India. No hay término medio.

Era nuestra primera incursión en este sub-continente asiático, habíamos llegado en la madrugada al aeropuerto de Delhi y un viejo Embassador nos había trasladado hasta el hotel, sorteando uno y mil indios que dormitaban en las aceras, en el asfalto, en los rickshaws, en los lugares más inapetecibles y extraños que uno puede imaginar. El primer impacto que genera la India, y sobre todo si aterrizas de noche, es realmente desolador, estresante, decepcionante, aterrador.

No sabíamos donde estábamos…, en algún lugar de Delhi, una ciudad con muchos millones de habitantes –dicen que entre 15 y 20- y un número indeterminado de personas que nunca han pasado por un registro oficial…, pero que habitan en esta ciudad, como sucede en tantas otras de India.

Por la mañana, tras el desayuno, decidimos tomar un rickshaw hasta otro punto indeterminado de la ciudad donde nos esperaban unos amigos que habíamos conocido durante el trayecto hasta la India. Sólo queríamos encontrarnos con ellos para buscar una compañía cómplice en el primer día de una ciudad hostil y agresiva. La única referencia del destino era el supuesto nombre del Hotel –que nos lo habían proporcionado justo después de desayunar en una conversación telefónica-, en las inmediaciones de Old Delhi, cerca del bazaar principal y de la Estación de trenes. Aparentemente sencillo. Le dimos la dirección al conductor del moto-rickshaw, negociamos el precio y emprendimos el trayecto. Una mano protegía el equipo fotográfico y la otra sostenía una toallita con la que nos secábamos el sudor que en mi caso se convertía en un torrente de dimensiones incalculables. Jamás hubiera imaginado que mi cuerpo pudiera desprender tanto líquido.

Captura de pantalla 2013-02-04 a la(s) 21.44.08La mirada sobrecogida no podía asumir todo el caudal de sensaciones que íbamos teniendo en el trayecto, yo trataba de proteger a mi pareja del vértigo y el rechazo inicial intentando contextualizar y relativizar lo que acontecía delante de nuestros ojos: niños desnudos, malnutridos, buscando alimentos en escombreras urbanas, entre cerdos y ratas, personas adultas desfallecidas en el suelo suplicando una ayuda, ‘restos’ humanos cargando sobre sus mochilas enfermedades muy poco complacientes, leprosos,  poliomielíticos…,

 Delhi es una ciudad dura, desagradable, exigente…, sus calles son una riada de vacas sagradas, rickshaws, bicicletas, motos, vehículos pequeños, vehículos mas grandes, autobuses, viandantes, todo ello aderezado por el crujir incansable del claxon de todos ellos. La India es impensable sin el ruido atronador, continuo y constante, de las bocinas. Es un lenguaje igual de incomprensible que las miles de lenguas que pueden habitar en el país, es un sistema de comunicación imprescindible para todos los conductores, con unas normas y unas reglas que entienden y aceptan unos y otros. Y tu solo esperas que algún día se callen, por un instante…

 El moto-rickshaw seguía haciendo kilómetros abriéndonos a los ojos un mundo desapacible, injusto, cruel, pero a la vez fascinante –más tarde supimos que un mismo rickshaw nos podía transportar en quince minutos a una Delhi moderna, rica, despampanante, más injusta todavía. La cara de mi compañera era un auténtico panorama, no concebía donde estaba, ni por qué motivo estaba allí, era un encontronazo total con unas expectativas que se venían abajo de forma fulgurante.

 El conductor del moto-rickshaw era corpulento, moreno, portaba un generoso bigote…, digamos que hablamos de la India. Sudaba, le veíamos dubitativo, comenzó a parar con cierta asiduidad; se bajaba del ‘vehículo’, se iba, regresaba. No entendíamos lo que pasaba. Volvía a arrancar, paraba, se iba, preguntaba, volvía, hacía ademán de preguntarnos algo, intuíamos que nos preguntaba si nos parecía bien que nos dejara en un hotel…, le decíamos que no, que no buscábamos un hotel para hospedarnos sino para encontrarnos con unos amigos. Comenzamos a sospechar, comenzamos a mirarle mal, a hablarle en un tono elevado cada vez que nos preguntaba algo. No le entendíamos, simplemente sospechábamos, creíamos que nos quería encajar en algún hotel donde él iba a percibir una comisión. Volvía a arrancar, paraba, se iba, preguntaba, volvía…, se secaba el sudor con un fular que colgaba de su cuello.Captura de pantalla 2013-02-04 a la(s) 21.46.19

 Hacía más de hora y media desde que habíamos abandonado el hotel y seguíamos en carretera, buscando un destino, perdidos en un inmenso estercolero, en un enjambre de ruido, motores, vacas y viandantes. Ya no le creíamos al conductor del moto-rickshaw, nos encarábamos con él, dudábamos de él.

 De pronto llegó a un punto, una calle grasienta, llena de pequeños establecimientos, cientos de personas pululando, vacas abriéndose camino entre la multitud, comiendo cartón, papel, asientos de bicicletas…, seguíamos sospechando del conductor, miramos hacia la fachada que se abría a nuestra derecha y vimos el letrero del hotel que buscábamos, habíamos llegado, habíamos encontrado a nuestros amigos, habíamos conseguido nuestro objetivo, el amparo de una pareja con quienes poder compartir estas primeras horas de un entorno hostil, duro, demoledor.

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 El conductor del rickshaw se secaba el sudor, respiraba con intensidad, nos miraba por el retrovisor, no le entendíamos, tampoco sabíamos qué buscaba con la mirada. Como buenos turistas occidentales, comenzamos a pedirle la cuenta, a negociar el precio de un trayecto inacabable, entendiendo que debía ser superior a lo inicialmente negociado, tan complicado y largo había resultado llegar al destino. El seguía secándose el sudor. “No necesito más dinero. Sólo quiero una sonrisa de su mujer”! nos espetó. Había observado su cara, su sufrimiento, su desconfianza, había intuido su nerviosismo. Y sin embargo, quería una sonrisa suya, no su dinero.

Nos habíamos equivocado con la dirección del hotel, nosotros los occidentales que nunca nos equivocamos y que lo solucionamos todo metiendo la mano en el bolsillo. El conductor del moto-rickshaw encontró una aguja en un pajar, dio con un hotel entre un millón en una ciudad con un millón de calles y vericuetos. Preguntó y preguntó, se desgañitó, sudó, sufrió, y dio con el hotel que buscaban los turistas desconfiados. No quiso más dinero, solo una sonrisa.

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